Por José Enebral FernándezA la innovación, sello cardinal de esta economía del conocimiento, se puede llegar por diversos medios: la curiosidad, la creatividad, la investigación, el ingenio, la casualidad, la intuición, la imaginación, las conexiones, las inferencias, las hipótesis, las abstracciones... Todo ello a partir del sólido y actualizado conocimiento del innovador, para no resultar extravagante ni reinventar nada. Y al hablar de conocimiento, habríamos de referirnos tanto al saber consciente que ha de crecer cada día, como a ese otro que la atención desestima durante la percepción y va a parar al inconsciente: todo el conocimiento cuenta, cuando de innovar se trata.
En efecto, no pocos progresos en la Física, la Medicina y otras ramas científicas se han producido porque los investigadores se han beneficiado de su valioso saber inconsciente -generador de intuiciones y a veces manifestado en sueños-, como lo han hecho igualmente de la casualidad, de sucesivas hipótesis, de valiosas conexiones, de su imaginación y de su curiosidad. Algunos avances, como la cosmología heliocéntrica, sucumbieron ante sólidas resistencias del poder establecido; otros, como el efecto fotoeléctrico de Einstein, pasaron por la fase de hipótesis hasta que pudieron demostrarse; y otros más, como la penicilina de Fleming o los rayos X de Roentgen, se produjeron porque alguien supo aprovechar la casualidad.
Descubrimientos casuales han hecho avanzar la ciencia, pero también han generado nuevos productos en el mundo de los negocios. Casualidad hubo en el Walkman de Sony, el velcro, el teflón, el horno de microondas, no pocos fármacos... Es verdad que no todos somos científicos -tal como interpretamos el término-, pero sí que somos, muchos de nosotros, trabajadores del conocimiento obligados al aprendizaje permanente, y conscientes de que la innovación contribuye a nuestra competitividad colectiva e individual.
En tiempo de nuestros abuelos y bisabuelos se identificaba al trabajador con actividad manual; hoy lo hacemos ya en muy buena medida con el trabajo mental. Sin dejar de usar las manos, nuestros cerebros enfrentan cada día nuevos desafíos. En este panorama neosecular hablamos, a menudo y ciertamente, de la figura del trabajador del conocimiento, del trabajador experto e innovador que demandan las empresas del saber; pero en realidad el siglo XX nos ha proporcionado referencias muy aleccionadoras de cómo innovar en las empresas mediando y sin mediar el brainstorming.
El inexcusable aprendizaje permanente sirve a la efectividad profesional de todos, pero además hace falta practicar con acierto la abstracción, la inferencia, la síntesis, la hipótesis y todas las operaciones mentales que contribuyan a consolidar el conocimiento adquirido, a integrarlo en el acervo acumulado y a ampliar los campos del saber mediante la innovación. Hay toda una serie de facultades cognitivas y de fortalezas personales que se ponen en juego en la innovación, y no deberíamos reducir la fórmula a la I+D (investigación y desarrollo), o nutrir una concepción demasiado ligera de la creatividad.
Hoy, además de aprender a trabajar y a vivir en beneficio individual y colectivo, hemos de esforzarnos más específicamente en el "aprender a aprender" y el "aprender a innovar"; pero debemos contar con la actitud más idónea, fruto de la motivación intrínseca y de la fe en lo que se hace. Si he aludido a habilidades cognitivas específicas que, sin ser suficientes, me ha parecido que merecían ser subrayadas, hay que añadir finalmente la mención a los elementos volitivos. Si autotélica ha de ser la tarea del aprendizaje permanente -queriendo con ello decir que no persigue títulos ni diplomas, sino la adquisición de nuevo saber-, igualmente autotélica debería ser en no pocas ocasiones la actividad de innovar, para mejor activar todo ese potencial cognitivo a que me refería.

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